lunes, 15 de noviembre de 2010

LO QUE DIOS ME PIDE

Lo que Dios me pide no es que sea una persona irreal, pura y magnífica; lo único que Dios quiere es que, con tus fuerzas y flaquezas, te dejes enamorar, seducir por el Cristo pobre y humilde que te está esperando, y que te conviertas en testigo y transmisora de ese amor. 

Dios quiere que vivas conforme al Evangelio. En realidad la voluntad de Dios no anula nuestra voluntad, ni nuestra libertad, sino que pasa por ellas. Lo que Dios quiere y sueña, para tu vida, es la capacidad de vivir con dignidad y -supuesta la dignidad de las situaciones humanas- abiertos a una trascendencia que nos devuelve al mundo para vivir en él construyendo el Reino; de acuerdo con la lógica de un amor que se refleja en Jesús de una forma definitiva: el amor pascual. Cada uno, en función de su vida, educación, carácter, historia y circunstancias, lo vamos concretando, descubriendo cuál es la opción en la que más plenitud podemos vivir esa vocación común. Dejándonos guiar también por lo que lo que el Espíritu de Dios suscita en nostros.
En nuestras opciones, nuestra familia, nuestros trabajos, la manera que elegimos vivir... (sí, también se trata de elecciones personales), buscamos esa voluntad de Dios. Pero una voluntad que pasa también por nuestra propia voluntad -seducida por el Evangelio- y nuestra libertad. Hay una vocación común de la humanidad entera querida y creada por Dios; y una concreción particular, exclusiva, mía; que tiene mucho que ver con mi manera única y definitiva de ser, de amar, de sentir, de vibrar, de luchar, en el contexto y tiempo en que me ha tocado vivir.


La clave no está en hacer muchas o pocas cosas, no siquiera en tener éxito en el intento, en el proyecto, en la huella... sino en amar. Vivir con una pasión que nos empuje a arriesgar, a emprender, a dar todo lo posible, y a veces un poco más. No por voluntarismo. No porque "hay que" hacerlo. No por una obligación impuesta que termina convirtiéndose en arma arrojadiza contra uno mismo y contra todos. Porque algo te quema por dentro, y te dice que es posible. Porque cuando das un paso, luego viene otro, y otro, y otro más, y con ellos la alegría honda. Porque la vida es para darla, y eso no tiene que ver con cómo morir, sino con cómo vivirla. Buscando. Amando. Creciendo por dentro y construyendo por fuera. Dejándose envolver por un Dios distinto.

Ignacio de Loyola, nunca solo. José Mª Olaizola

martes, 9 de noviembre de 2010

SENTARME A TU LADO... TODOS LOS DÍAS DE MI VIDA

Sentarme a tu lado,
estar contigo todos los días de mi vida.
Gustar tu dulzura, saber que me amas
y que en mi noche me iluminas.
Escucha mi canto, también mi plegaria,
que sepa que nunca me engañas.
Tú eres mi amigo,
¡jamás me abandonas!
me llevarás por senda llana.

Señor de mi cielo, Señor de mi entraña,
me has hecho a tu semejanza.
Me pides, con otros,
que obremos unidos y seamos juntos tu Palabra.

Mi luz, mi salvación, mi refugio,
siempre estarás tú, mi Señor,

DEJA QUE TE CURE LAS HERIDAS

De vez en cuando, cuando parece que se cierne sobre mí “la noche oscura” cuando estamos solos Él y yo, sin nadie más, aunque a veces esté rodeada de gente, siento que Jesús me invita a mirar la cruz de manera diferente, sin ver en ella sólo sufrimiento e injusticia.

Muchas veces me viene a la mente una pregunta que me hizo un amigo la pasada Semana Santa: “Elena, ¿qué adoraste la noche del Viernes Santo?” Yo le respondí: “la humanidad de Jesús”. Y él, muy serio me dijo: “Eso es precisamente lo que Jesús quiere que adores en este momento Su humanidad y tu humanidad”.

Por eso, porque quiero que cures mis pies para caminar por dónde me hace feliz, para avanzar con paso fuerte y segura de lo que quieres de mí, para dejar “huella” en todo el que me encuentre hoy. Adoraré tus pies heridos, tus pies de mensajero, que trae la paz, que trae la paz a mi corazón. Yo adoraré, Señor, yo abrazaré tu cuerpo herido; yo abrazaré tu cruz; Tu humanidad  y también mi humanidad.

Cura mis rodillas, Señor, y hazlas fuertes. Quiero comprender que el camino no es fácil y caeré, pero Tú eres la fuerza para levantarme de nuevo. Hazme fuerte, Señor. Adoraré tus rodillas, que soportaron mis caídas, y se doblaron ante mí. . Yo adoraré, Señor, yo abrazaré tu cuerpo herido; yo abrazaré tu cruz; tu humanidad y también mi humanidad.

Cura mis manos, Señor, y hazlas suaves, que sepa con ellas levantar al que está caído, que aprenda a acoger a los que me rodean y que sienta, Señor, que tú me abrazas en cada momento de mi vida, de mi día, incluso en el sufrimiento. Adoraré tus manos suaves, y las heridas que las traspasan, con ellas me alzaste y me abrazaste en mi sheol. . Yo adoraré, Señor, yo abrazaré tu cuerpo herido; yo abrazaré tu cruz; Tu humanidad y también mi humanidad.

Cura mi rostro, Señor, para que sea muestra de lo que siento, para que no pierda la alegría, para tener siempre una mirada de cariño y apoyo. Adoraré tu rostro herido y Tu semblante sin hermosura. Y en cada espina de tu cabeza veré a mi Dios. . Yo adoraré, Señor, yo abrazaré tu cuerpo herido; yo abrazaré tu cruz; Tu humanidad y también mi humanidad.

Cura también mi pecho, Padre, que mi corazón nunca deje de latir por ti para tenerte siempre presente en mi vida. Cura las heridas que tengo por las lanzas que me atraviesan cada día y me dañan mi corazón. Abraza fuerte mi pecho, Padre, para sentirte siempre a mi lado. Abrazaré fuerte tu pecho y escucharé tus latidos, y de la herida de tu costado yo beberé. Yo adoraré, Señor, yo abrazaré tu cuerpo herido; yo abrazaré tu cruz; Tu humanidad y también mi humanidad.

Impulsada por tu Amor, quiero entregarme a donde Tú me envías y aceptar con gozo las incomodidades de la vida diaria y de la escuela, así completaré en mí lo que falta a tu Pasión.

lunes, 8 de noviembre de 2010

¿SABES TÚ, HERMANO LO QUE ES LA PUREZA DEL CORAZÓN?

La pureza de corazón no es no tener ninguna falta que reprocharse, porque siempre hay algo que reprocharse.

No te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que El es, El, todo santidad. Dale gracias por El mismo. Es eso mismo, hermanito, tener puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti mismo. No te preguntes en dónde estás con respecto a Dios. La tristeza de no ser perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado humano. Es preciso elevar tu mirada más alto, mucho más alto. Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. Toma un interés profundo en la vida misma de Dios y es capaz, en medio de todas sus miserias, de vibrar con la eterna inocencia y la eterna alegría de Dios. Un corazón así está a la vez despojado y colmado. Le basta que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su paz, toda su alegría y Dios mismo es entonces su santidad.

Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad. Pero la santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que seda. Es, en primer lugar, un vacío que ese descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. El es el Señor, el Único, el Solo Santo. Pero coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser, gozarse totalmente de lo que El es. Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu de Señor no cesa de derramar en nuestros corazones, y es eso tener un corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y poniéndonos en tensión.

Es preciso simplemente no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aun esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar el ser pobre; renunciara a todo lo que pesa, aun el peso de nuestras faltas; no ver más que la gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya el mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y puro querer a Dios.

Sabiduría de un Pobre. Eloi Leclerc

lunes, 1 de noviembre de 2010

SOLEDAD

Qué poco racional desearlo tanto,
si de sobra sé después lo que vendrá:
la terrible sensación del desencanto 
y no querer volver a repetirlo nunca más.
Y sentir de nuevo frio y soledad.

domingo, 31 de octubre de 2010

SIEMPRE ERES TÚ

Siempre eres Tú el primero. Ya me has dicho muchas veces que no te buscaría si no te hubiese encontrado.
Eres el amigo de la vida y del perdón que infundes un soplo incorruptible de vida a todo lo creado. No hay situación que no sanes Tú.
Todo subsiste porque Tú lo quieres, conservas su existencias porque continuamente llamas a todo a la existencia.
Todo es don tuyo, también la conversión (no sólo el perdón) es don tuyo.
Tú tienes siempre la iniciativa, “te compadeces de todos… cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan… a todos perdonas, porque son tuyos… corriges poco a poco a los que caen, a los que pecas les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en Ti”
¡¡GRACIAS POR SER TÚ!! ¡¡SIEMPRE TÚ!!

viernes, 22 de octubre de 2010

PERMANECE EN MÍ

PERMANECE EN MÍ.
Aunque te cueste.
Aunque no aguantes más.
Aunque te llenes de desesperanzas.
Aunque pienses que no conduce a nada.
Tú PERMANECE EN MÍ.
Precisamente.
Porque te cuesta.
Porque no aguantas más.
Porque te llenas de desesperanzas.
Porque a veces piensas que no conduce a nada.
Tú confía y PERMANECE EN MÍ.
Sencillamente.
Para que no te cueste.
Para que puedas aguantar el peso.
Para llenarte de esperanza.
Para saber a dónde conduce esto.
Simplemente.
PERMANECE EN MÍ.

domingo, 17 de octubre de 2010

PERMANECER

Permanecer con la esperanza puesta en Ti porque sé que Tú me sostienes y quieres entrar en mi corazón.

Permanecer aunque sienta que no estás, aunque parezca que todo se ha diluido a mi alrededor.

Estar en Ti, porque no puedo estar en ningún otro sitio, porque sólo en Ti me encuentro segura.

Y descansar en Ti y regalarte lo que me preocupa para que Tú lo cures, lo levantes, lo resucites.

Deseo estar en Ti porque en Ti lo encuentro todo, aunque a veces no lo busque en Ti y vaya vendiendo mi corazón, malgastándolo poco a poco, derrochando todos los talentos.

Me voy quedando vacía, sin llenarme de Ti, siendo esclava de mí misma y de otros.

Me siento como una marioneta que se deja llevar según va el viento, según quien mueva los hilos.

Pero yo quiero ser Tu marioneta, saberme en Tus manos, movida sólo por Ti.

Hacer a otros sonreir y transmitir sólo lo que Tú quieras que transmita.

Ser transparente y dejarte pasar por mí, como una vidriera llena de colores que se ilumina con la luz del sol, que eres Tú.

Contarte aquello que se mueve por dentro porque Tú lo mueves o porque no estás.

Pero… ¿Cómo contarte tantas cosas? si no tengo palabras para contármelas a mí.

…¿Cómo contarte de mi frustración, mi vacío y mi insatisfacción? si nada es mío y todo es tuyo, si yo soy nada y Tú todo.

…¿Cómo contarte que no soy mejor? cuando Tú me has seguido durante todo el camino y me has visto avanzar y retroceder, caerme y levantarme con heridas en las rodillas. Me has visto seguir en el camino atendiendo y curando mis heridas, queriendo cuidar para que no se me infecten, queriendo dejar que las cures Tú, pero echando, a veces, veneno en ellas.

¿¡Cómo contarte que en el fondo soy feliz!?… sólo me basta pensar que Tú me elegiste a mí.

sábado, 16 de octubre de 2010

EN EL SILENCIO

Cuando llega el silencio, me doy cuenta de que me estás esperando, siempre has estado ahí, aunque yo aún no había llegado a casa tú ya estabas en ella. Te has puesto cómodo y me has observado fijamente, con tus ojos que sólo saben amar y te has preguntado cuánto tiempo tardaría en volver esta vez. ¿Cuánto tiempo podrías esperarme despierto? ¿Setenta veces siete, como en la parábola de los retornos? Cada vez que me extravío mandas a buscarme y me susurras flojito al oído que ya me estás esperando, y, a veces me ocurre como a los niños que juegan en el parque, que siempre les parece pronto cuando les llaman. Y regreso cansada, siempre cansada, desencantada porque no te he encontrado fuera, como San Agustín, he tardado en buscarte dentro y aún habiéndote encontrado se me olvida dónde sueles estar.

jueves, 14 de octubre de 2010

"¡TÚ ME SONDEAS Y ME CONOCES!"

Señor, Dios mío, Tú me sondeas y me conoces.

¿Qué sé yo de mí misma? Tanto ir y venir, escalar los cielos  y bajar al abismo, interpretar la vida y saborearla ansiosamente, cazar sueños y vuelos vertigionosos y buscar la verdad oculta, el rostro interior de las cosas, aspirar a Ti, Señor, tener hambre de Ti, apasionadamente, y sentir el peso de mi egocentrismo torpemente feroz…

Tú me sondeas y me conoces.

Aquí tienes mi corazón, Dios mío. ¿Cómo entregártelo gozosamente, como un niño, con la dulce sensación de quién, por fin, descansa? Está en tus manos, temblando como un pajarillo. Trátalo bien, Señor, con la ternura infinita de tu mirada, pues sólo Tú puedes atraer y liberar, apaciguar sus deseos e infundirle fuego de amor eterno, Tú que sondeas el corazón y las entrañas, y lo renuevas todo en un instante.

Aquí estoy, Séñor, Dios mío, aquí estoy…

jueves, 17 de junio de 2010

EL ESPÍRITU SANTO ESTÁ SOBRE MÍ

Me llamo Elena y el sábado 17 de abril de 2010 me entregué totalmente a Dios en las Escuelas Pías para siempre.
Aquella tarde dije que quiero entregar mi vida al servicio del Evangelio por medio de la educación integral de niños y jóvenes, sobre todo de los más necesitados y dejar que la vida crezca en los demás; quiero dar testimonio de haber puesto sólo en Dios mi confianza, abandonarme en sus manos de Padre, aceptar con humildad mis propias limitaciones y poner con alegría, al servicio de los demás, toda mi capacidad de trabajo y mi tiempo mismo y quiero ofrecer a Dios mi propia voluntad, y, en actitud humilde, tratar de descubrir la voluntad de Dios a la luz del Espíritu Santo a través de las mediaciones, dispuesta siempre al servicio del Reino, encarnando el misterio de la Cruz y de la Resurrección.
Aparentemente esta semana no ha cambiado nada: vivo en la misma comunidad, tengo en clase a los mismos niños, estudio en el mismo lugar; sin embargo, aún haciendo las mismas cosas, empleando el tiempo en las mismas tareas de antes, este paso supone algo esencial e importante: siento que mi vida no me pertenece, que se la he entregado totalmente a Cristo para ser instrumento de su Amor a todos los hombres, “aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Mi vida ya no es mía, es del Señor y de los demás, de aquellos a quienes el Señor me envía: a los niños y jóvenes de las clases, de los recreos, de los pasillos; a mis compañeros de trabajo, colaborando codo con codo en la construcción del Reino; a mis hermanas, dando lo mejor de mí para construir fraternidad; a mis compañeros de la Facultad,…
Esta decisión, que da sentido a toda mi existencia, lejos de “quitarme nada”, me hace muy feliz. Siento una gran felicidad y paz interior por haber encontrado lo que da plenitud, lo que llena mi vida; tranquilidad al saber que, más allá de lo que haga o diga, está el Señor inspirando mis palabras, mis gestos; que no soy yo quien tiene que recoger los frutos, sino que tan solo he de sembrar, anunciar a todos que Dios les ama y que nada ni nadie podrá apartarles de ese amor. Esta es la única seguridad que tengo, el Amor de Dios, nada más y nada menos, pues, como decía Santa Teresa: “quien a Dios tiene, nada le falta”. Dios me ha elegido y eso me hace infinitamente feliz.
Para estar así de feliz sólo hacen falta dos cosas: “ponerse a tiro”, escuchar lo que el Señor quiere de cada uno y responder con humildad y generosidad a su llamada.

domingo, 13 de junio de 2010

PARÁBOLA DE LOS RETORNOS... SETENTA VECES SIETE

El padre de la parábola tenía dos hijos.
El hijo mayor era un pendón de procesión, el pequeño un pendón de taberna.
Con los dineros del padre, el pequeño se marchó por ahí.
Terminó comiendo algarrobas.
Las algarrobas mal digeridas le endulzaron el corazón.
Volvió a casa con el endeble arrepentimiento de los débiles.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno mataron un novillo cebado.
El hijo mayor murmuraba por lo bajo, pero se sentó a la mesa.
El novillo cebado sabía a perdón.
A la mañana siguiente los dos mozos fueron a trabajar, sin hablarse demasiado.
Por cada surco que abría el pequeño, el mayor hacía tres.
Al caer el día, el mayor se dedicó todavía a limpiar las bestias del establo, mientras el pequeño no tenía ya fuerzas para nada.
Así fueron pasando los días.
El mayor hacía lo de siempre.
El pequeño estaba inquieto.
Marchaba al atardecer y volvía tarde oliendo a vino.
Un día desapareció.
Había vuelto a las andadas.
Al cabo de cierto tiempo, regresó vencido.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno mataron un cordero.
El avinagrado rostro del mayor entristecía la mesa.
Pero el cordero tenía mejor sabor que el novillo cebado, sabía más a perdón.
A la mañana siguiente los dos mozos salieron a trabajar sin hablarse nada.
El pequeño notaba cómo el hermano mayor se le adelantaba siempre al abrir los surcos.
Al caer el día, ya en casa, el mayor se dedicó todavía a aparejar los aperos, mientras el pequeño no podía con su alma.
Pasaron los días.
El mayor hacía lo de siempre.
El pequeño llegaba tarde oliendo a vino.
Un día desapareció.
Había vuelto a las andadas.
Cierto tiempo después, regresó delgado, pálido.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno mataron un pollo.
El mayor estaba muy cabreado, callaba y comía de cara al plato.
Pero el pollo tenía mejor sabor que el novillo cebado y el cordero, sabía más a perdón.
A la mañana siguiente los dos mozos fueron al campo, alejados el uno del otro.
El pequeño trabajaba por rutina.
Al mediodía ya no pudo más.
El mayor lo encontró derrengado en casa.
Pasaron los días.
El mayor hacía lo de siempre.
El pequeño tenía la mirada perdida.
Un día desapareció.
Otra vez a las andadas.
Cuando regresó, destrozada su cara por la tristeza, ya ni hombre parecía.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno en la mesa sólo hubo un plato.
El mayor estaba más cabreado que nunca.
El padre callaba, pero callaba de otra manera.
El hijo supo que cada día, cada día en la mesa había habido un lugar y un plato para él.
 Esperándole.
Y aquel plato sin cocido tenía un sabor mucho mejor que el del novillo cebado, el cordero o el pollo.
Mucho mejor que todas las comidas.
Era el gusto de un perdón infinito.
Pasaron los días.
El hijo mayor cada vez más perfecto, con la perfección del hielo.
El padre continuaba infinitamente tierno.
El hijo pequeño marchaba y volvía, marchaba y volvía.
Marchó y volvió setenta veces siete.
El padre le esperaba y le veía llegar desde lejos.
El hijo encontraba siempre el plato en la mesa.
Aunque el mayor fuera incapaz de entenderlo, el padre sí lo sabía.
Sabía que el hijo pequeño algún día totalmente vencido, sin fuerzas, desnudo como los que vienen del infierno, se sentaría en la mesa para no marchar ya nunca más.
Benditos esos setenta veces siete retornos.
Tras ellos el hijo pequeño supo qué clase de padre tenía.
Como lo sabemos todos los que nos hemos sentido reconciliados.
Setenta veces siete.