lunes, 8 de noviembre de 2010

¿SABES TÚ, HERMANO LO QUE ES LA PUREZA DEL CORAZÓN?

La pureza de corazón no es no tener ninguna falta que reprocharse, porque siempre hay algo que reprocharse.

No te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate de lo que El es, El, todo santidad. Dale gracias por El mismo. Es eso mismo, hermanito, tener puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti mismo. No te preguntes en dónde estás con respecto a Dios. La tristeza de no ser perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento todavía humano, demasiado humano. Es preciso elevar tu mirada más alto, mucho más alto. Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. Toma un interés profundo en la vida misma de Dios y es capaz, en medio de todas sus miserias, de vibrar con la eterna inocencia y la eterna alegría de Dios. Un corazón así está a la vez despojado y colmado. Le basta que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su paz, toda su alegría y Dios mismo es entonces su santidad.

Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad. Pero la santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que seda. Es, en primer lugar, un vacío que ese descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. El es el Señor, el Único, el Solo Santo. Pero coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser, gozarse totalmente de lo que El es. Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu de Señor no cesa de derramar en nuestros corazones, y es eso tener un corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y poniéndonos en tensión.

Es preciso simplemente no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aun esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar el ser pobre; renunciara a todo lo que pesa, aun el peso de nuestras faltas; no ver más que la gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya el mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y puro querer a Dios.

Sabiduría de un Pobre. Eloi Leclerc

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