Cuando el Señor cambió mi suerte, cuando me invitó a seguirle y yo acepté, cuando me encontré con Él en la Escuela Pía, me parecía soñar; la boca se me llenaba de risas, la lengua de cantares y el corazón se me salía.
La gente decía: “El Señor ha estado grande con ella, está más contenta que en su casa”. El Señor ha estado grande conmigo y estoy alegre.
El Señor ha cambiado mi suerte, quiere consagrarme a Él, ha cambiado mi destino, me ha traído a Zaragoza para seguir mi formación. Yo, que sembraba con lágrimas, cosecho entre cantares.
Al venir vine llorando, trayendo la semilla, todo lo que Dios había puesto en mi corazón y las ganas de seguirle, cuando vuelva lo haré cantando, llevando las gavillas, enriquecida con todo lo que el Señor me va dando, con el corazón lleno de emociones, de recuerdos, de experiencias vividas con mis hermanas aragonesas.
(Zaragoza,... un día de “cosecha” del año 2001)
El versículo del salmo 83 que encabeza este artículo es el último que escuché cuando me quedé en Zaragoza aquel 29 de septiembre de 2001 y es el primero que he visto escrito al llegar a la que sería, por poco tiempo, mi nuevo destino: la Comunidad Paula Montal de Carabanchel. Una hermana fue la que me lo dijo y esa misma hermana ha sido la que lo ha escrito para mí. ¡¡Gracias!!
Quiero compartir con vosotras este salmo que se ha hecho vida en mí al orarlo y ampliarlo un día de retiro comunitario y al rezarlo en comunidad en la oración de vísperas cada miércoles de la III semana. Como podéis imaginar, resulta muy difícil condensar en unas pocas líneas lo vivido en aquellas tierras, cerca de María, nuestra Madre, bajo la advocación de la Virgen del Pilar y entre todas las hermanas que me acogieron y me ayudaron a descubrir cada vez mejor la historia de salvación que Dios hace en mi vida.
Han sido dos años intensos en los que el Señor se ha hecho presente y ha ido transformando y cambiando aquello que no era su voluntad y potenciando dones y valores para ponerlos al servicio de los hermanos. En el tiempo que llevo en la Provincia, he podido comenzar a comprobar y evaluar “qué he aprendido” en estos dos años, “de qué me han servido”, en definitiva, he comenzado a darme cuenta de cuáles son mis gavillas viendo si han fructificado esas semillas que el Padre puso en el fondo de mi corazón al comenzar el noviciado.
Me he dado cuenta de que, como en la parábola del Evangelio (Mc 4, 3-8), algunas semillas han caído en tierra buena y han fructificado: unas han dado el treinta, otras el sesenta, otras el ciento por uno, sin embargo, otras semillas aún están bajo tierra, esperando tiempos mejores, el momento oportuno, la ocasión propicia..., el tiempo de Dios; también me he dado cuenta de que algunas semillas habían caído al borde del camino, en tierra pedregosa, o entre zarzas...
Contemplando esta cosecha, a veces no todo lo buena que desearía, confío en el Sembrador, que seguirá saliendo a sembrar a pesar de que de noche el enemigo siembre cizaña, a pesar de que algunas semillas no caigan donde deben o no sean acogidas del todo, porque la semilla que el Señor planta en mí cada día, haga lo que haga, germina, crece y da fruto. Es esta confianza la que me anima y me impulsa a recomenzar cuando parece que el ánimo falla y la que me sostiene cuando parece que nada se puede esperar.
Es el Amor de Dios, mi nombre religioso, el que me ha acompañado desde comencé esta aventura y es el que cada día me ayudará a seguir caminando como Hija suya y como Hija de María. Pues, como San Pablo, estoy segura de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarme del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Han sido dos años de gracia y bendición de nuestro Padre Dios, que representan sólo el comienzo de un camino de seguimiento de Jesús según el modelo de San José de Calasanz y de Madre Paula Montal. Estoy segura de que será un camino de rosas; sí, sí, de rosas: de flores, con su buen aroma, su color resplandeciente y su belleza, pero también de espinas, de roces y dificultades, de cambios y de conocer y trabajar con gente nueva, de dejar seguridades y agarrarse al Señor, centrandose en Él sabiendo que sólo Él puede ser el centro de nuestra vida. Sin embargo, me alegra deciros que me gusta mi rosa, esa rosa del carisma calasancio que un día Dios regaló a Paula en su juventud y que ella plasmó por escrito en las Constituciones como expresión y camino de su propia vocación y de las de sus hermanas y que, cada día me regala a mí para que la cuide, la cultive, la mime y se la ofrezca como de los dones que Él me concede. También estoy segura de que ahora Madre Paula, como hizo en el atardecer de su vida, agradece haber recibido aquella semilla y haber cultivado largos años su rosa, única en el mundo y ora por quienes, como yo, participan del mismo carisma, para que lo vivamos, profundicemos y desarrollemos con fidelidad creativa con la ayuda de las Constituciones.
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